La tentación de la solemnidad

Estamos acostumbrados a ver en los actos públicos importantes una serie de símbolos que aportan solemnidad al momento. La decoración de la sala, los himnos interpretados por bandas militares, los uniformes (o disfraces a veces) que se visten para la ocasión pretenden transmitir que no se trata de una actividad normal sino que es un momento extraordinario y hay que prestarle una atención especial.
En las instituciones españolas tenemos los Maceros, (ver en Wikipedia) que simbolizan mejor que nadie la ostentación de poder y autoridad mediante uniformes de cuatrocientos años de antigüedad.

Cuando invitas a alguien especial a tu casa sacas la vajilla nueva como homenaje al invitado, pero teñir de solemnidad una celebración solo busca revestir el acto de una importancia que no tendría de otra manera. En el fondo es caer en la tentación de la vanidad y tratar de aparentar algo que no sabemos transmitir de otro modo. Hace un año, en este mismo blog, ya comentamos el problema de cómo la solemnidad puede estorbar el encuentro con Jesús en la Eucaristía.

Este verano he tenido un par de ocasiones en las que he vuelto a ver la confusión que producen las ganas de solemnidad. En la basílica de Montserrat, asistimos a la misa conventual con la concelebración de todos los sacerdotes del monasterio y la presencia de todos los monjes, cantando cantos gregorianos, ahumando con incienso toda la iglesia y acabando con el Virolai en honor de la Virgen de Montserrat. La profunda espiritualidad benedictina que se respira en el santuario y todos los intentos de la comunidad monástica de transmitirla a los visitantes se diluye irremisiblemente en la desproporcionada solemnidad de la misa mayor que llena la basílica de bote en bote y en el fragor de las visitas turísticas que organizan colas en cada punto para ver los atributos terrenales del monasterio.

El otro ejemplo se dio en la última boda en la que dirigí el coro. Los novios me pidieron que en la consagración tocáramos unos acordes del Himno Nacional por la ascendencia militar de la familia del novio. Otra reminiscencia de los tiempos en los que una misa era solemne cuando se manifestaban los símbolos del poder terrenal.

No dejemos que la buena intención de querer realzar la presencia del Señor caiga en la tentación del fausto, la pompa y el boato. Hay que recordar que lo que realmente hace que una misa sea solemne es la presencia del Señor entre nosotros. Y que eso ocurre en todas las misas con incienso y sin incienso.

(El evangelio del domingo nos recuerda que Jesús es el pan de vida y que el hambre que tenemos solo la sacia su presencia. Escuchad como nos lo canta AinKarem en la página de PastoralMusical.org http://bit.ly/Hambre_y_sed_de_Ti )

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